Malling Hansen

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Una reflexión contemporánea sobre la noción de máquina puede partir con una breve discusión sobre un aparato (en) particular: la máquina de escribir. Esto, pues en ella es posible visualizar, con relativa facilidad, tres cuestiones que son fundamentales para abordar tal asunto; a saber, la fragmentación del lenguaje escrito, la así llamada interacción humano-máquina, y el –algo menos evidente– surgimiento del cuerpo como superficie de inscripción.

La razón para tal ejercicio reflexivo se basa en la conjetura que señala que eso que llamamos –al menos desde la humanidades– lo contemporáneo, se caracteriza por estar determinado por máquinas; de las cuales, a la vez, nosotros ¡oh humanos!, somos objeto y estamos sujetos. Ahora bien, para mantener la brevedad y síntesis que me he propuesto seguir en estas notas, no intentaré aquí corroborar ni profundizar en tal conjetura. Tan sólo buscaré, como ya se ha dicho, avanzar hacia una posible formulación sobre éstas, y más aún, esbozar los alcances que ellas tendrían hoy sobre la condición humana.

Y aunque ese “tan sólo” parezca ahora algo ingenuo luego de haber señalado mis objetivos para con esta nota, la cercanía de la cuestión a nuestro día a día, tal vez permita que las observaciones generales que haré aquí, sean sin embargo medianamente bien comprendidas. Es decir, que las experiencias cotidianas que seguramente ya todos hemos tenido con computadores, redes sociales, dispositivos móviles y aplicaciones que parecen “leer” nuestras mentes y deseos –a través de lo que, según se dice, son algoritmos que nos dan las primeras pistas sobre qué es eso que se ha llamado inteligencia artificial o machine learning–, ayuden a entender la dirección y alcance de estos esbozos.

Sin más, me arrojo a esta pequeña-gran empresa.

(a) La fragmentación del lenguaje escrito. En algunas clases sobre arqueología de medios que di hasta el año pasado en Chile, solía mencionar aquella temprana máquina del siglo XV, la imprenta, para acentuar el hecho de que el quiebre cultural que ella introdujera, lejos de estar en sus características mecánicas (muchas veces la noción de máquina se sigue pensando equívocamente así; a través de lo mecánico), radica en la sistematización y masificación que ésta hiciera de la fragmentación de lenguaje escrito a través de los tipos móviles. Dicho de otro modo, el régimen cultural que se basaba en el continuo de la escritura a mano, comienza a caerse a pedazos cuando las oraciones, las frases y las palabras que componían tal continuo, son literalmente destruidas, y así transformadas en sistemas de símbolos cuya unidad mínima no tiene significado semántico: la letra, no significa, sino que informa –un sonido, una señal.

(b) La interacción humano-máquina. En lugar de interacción, quizá podamos usar aquí, a través del caso de la máquina de escribir, la palabra acoplamiento. El ser humano tipea; busca en la máquina, en su teclado, el símbolo que informa un potencial fonema –que no se pronuncia–, y que con arreglo a otros, de modo consecutivo, dan forma a una palabra, y así, sosteniéndose el proceso, a frases y oraciones. Para que esto ocurra en la práctica, el ser humano ha tenido que fragmentar el lenguaje antes en su mente; es decir, previo a la idea, previo al significado, ha debido buscar en su memoria el símbolo que informa una señal, y así, continuar tras otros símbolos. Dicho de otro modo, el acoplamiento ocurre porque el así llamado aparato psíquico debe funcionar aquí como máquina, y los significados e ideas emergen sólo, luego, desde (o en) la máquina misma. Así, vale le pena parafrasear a Kittler para preguntar entonces si acaso los aparatos psíquicos, son todavía psíquicos.

(c) El cuerpo como superficie de inscripción. La descripción anterior tiene por objetivo señalar que el acoplamiento humano-máquina de escribir, implica que el cuerpo humano, a través de su mente, se convierte en una superficie de inscripción donde se graban no letras, sino que los procedimientos que permiten que tal mente funcione como máquina –que permiten la fragmentación del lenguaje, en el pensamiento mismo. En otras palabras, una programación dictada –es decir, instruida– por la máquina, y que nos transforma en su objeto, y nos deja sujetos a ella.

La imagen que encabeza esta nota corresponde a una máquina de escribir danesa Malling Hansen, modelo Writing Ball de 1867. Hay dos razones para que sea ella la que grafica este texto: por una parte, su data muestra que el asunto que se discute aquí –la noción de máquina y su irrupción– no es una cuestión nueva, y por el contrario emerge ya cuando el siglo XIX comienza a extinguirse; y por otro lado, porque tal como expone Kittler en su libro Gramophone, Film, Typewiter –en el cual me baso para decir mucho de lo que aquí digo–, Friedrich Nietzsche, quien obtuvo uno de estos aparatos en 1882, cuando ya estaba casi ciego, se convierte en su usuario, introduciendo así, ya hace mucho, el germen del pensamiento maquínico en la cultura moderna.

Que hoy las máquinas “lean” nuestras mentes y deseos, puede, nuevamente, leerse entonces como el escalamiento de un proceso que comenzó hace más de cien años, o bien, sólo como un eufemismo —las máquinas son nuestras mentes y deseos.